María Sanz de Sautuola, los ojos que descubrieron los bisontes de Altamira
Sección: Cuentos Machadines
Creado: 02-05-18 (Actualizado: 02-05-18)
CUENTO: CHARO MARCOS | ILUSTRACIÓN: LUKA ANDEYRO
María vivía en una casa enorme, con una biblioteca repleta de libros a la que se asomaba de vez en cuando con la profesora que le enseñaba geografía y la obligaba a leer durante larguísimas horas. No veía el momento de salir a jugar afuera. La casa estaba rodeada de un inmenso jardín en el que su padre, Marcelino, cultivaba árboles, flores y plantas procedentes de todo el mundo. Tal era la pasión de su padre por aquel prado y con tal mimo lo cuidaba que, con los años, se convirtió en uno de los más hermosos no solo de Cantabria, donde vivía la familia, sino de todo el país.
A veces, María husmeaba la gran colección de ciencias naturales que atesoraba su padre, pero lo que más le gustaba era acompañarle en sus largos paseos por los montes cercanos en los que él le enseñaba todo lo que aprendía de sus libros de historia y botánica. Durante aquellas caminatas, recogían muestras de árboles y plantas y exploraban las numerosas grutas que encontraban en las rocas.
Hacía años que su padre sabía de la existencia de aquella cueva que hoy se llama Altamira en los alrededores de su casa, pero no le había prestado más atención que a otras. Un buen día, sin embargo, decidió que había llegado el momento de explorarla. María, que ya tenía ocho años, quiso acompañarle en la excursión. Conocía cada rincón del jardín de su casa con tal detalle, que su curiosidad le pedía descubrir nuevos lugares.
—Papá, ¿puedo ir contigo? Yo también quiero entrar en la cueva —preguntó María justo después del desayuno.
—Está bien, cariño, pero prométeme que no te moverás de mi lado.
La niña asintió entusiasmada, se prometió a sí misma que cumpliría su palabra y, de la mano de su padre, partió hacia la aventura. Al llegar, su padre se entretuvo con unos restos de huesos y piedras que había en la entrada y ella, acostumbrada a trepar entre las rocas de la zona, se adelantó unos metros hasta llegar a una sala en la que, de repente, vio algo en el techo:
—¡Papá, papá, mira, toros pintados!
Aquellos toros que María encontró en la bóveda de Altamira eran en realidad bisontes pintados durante la prehistoria y son la obra de arte más antigua y también la más bella de cuantas hay en el mundo. Su padre pasó el resto de su vida defendiendo el hallazgo de su hija porque muchos científicos pensaron durante años que no eran de verdad. Pero sí que lo eran, y gracias a su tesón y a la mirada curiosa de María, hoy las admiran miles de personas de todo el planeta.
Y así fue como la curiosidad de María la llevó a descubrir la cueva de arte prehistórico más importante del mundo, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.